Hablar de castidad en pleno siglo XXI puede parecer chocante y anacrónico. Tal vez porque, erróneamente, ese término suele aludir a un conjunto de negaciones del todo ajenas al amor, hasta acabar por identificarse con la pura y simple abstención del trato corporal.
Refiriéndola a los casados, y con palabras que recuerdan las antes citadas, la castidad conyugal sería la virtud que hace posible y facilita que a los quince, veinte, veinticinco o muchos más años de matrimonio, cada esposo se encuentre tan enamorado del otro y éste le resulte tan atractivo, en todos los sentidos del término, como aquel día ya lejano en que los dos quedaron recíprocamente prendados; o mejor, porque es más cierto, mucho más amable y arrebatador que entonces, por cuanto el cariño prolongado le ha conducido a descubrir y ahondar en su riqueza personal y en su hermosura más real y certera.
La castidad, por consiguiente, es algo grande, excelso, positivo, que no se limita o resuelve en un conjunto de prohibiciones y que va mucho más allá de los dominios de la mera genitalidad. Su objeto propio, como el de toda virtud, es el amor: En este caso, el amor de dos personas sexuadas -varón y mujer- y justo en cuanto tales. Y su fin, hacer que se despliegue y fructifique ese cariño en todas y cada una de sus dimensiones, no sólo en las directamente relacionadas con el trato corporal ni genital.
Acrecentar el cariño
Se entiende entonces que el principal y más definitivo acto de esta virtud consista en fomentar positivamente, con las mil y una finuras que el ingenio enamorado descubre, el amor hacia el otro cónyuge.
Por eso, para vivirla en toda su grandeza, es oportuno que cada miembro del matrimonio dedique expresamente todos los días unos minutos a decidir aquel o aquellos detalles de cariño y delicadeza con los que dará una alegría al otro y elevará la calidad y la temperatura del amor mutuo; como también que ponga todos los medios a su alcance para que esas manifestaciones de afecto decidido lleguen a cumplirse, teniendo en cuenta que si no se empeña en darles vida es muy posible que el trabajo y las demás ocupaciones las dejen en simple "buena intención".
De manera similar, un marido enamorado tiene que estar dispuesto a repetir muchas veces al día a su esposa, junto con otras manifestaciones de afecto, que la quiere. ¡Claro que ella ya lo sabe! Pero necesita de forma casi perentoria que semejante confirmación gozosa le entre por los oídos muy a menudo: es una delicadeza aparentemente mínima, pero que la reconforta y le da vigor para seguir en la brega, a veces ingrata, de sacar adelante con bríos renovados el hogar y la familia. Y el varón, por su parte, además de agradecer también en muchos casos la declaración paralela de su esposa, necesita pronunciar esas palabras para reforzar, mediante la afirmación expresa y materializada, los quilates de su amor y de su fidelidad.
Además, y por poner otro ejemplo, marido y mujer han de esforzarse asimismo con frecuencia por sorprender a su pareja con algo que ésta no esperaba y que revela su aprecio e interés por ella. No sólo en los días señalados, en los que esas manifestaciones "ya se suponen", sino justo en aquellos otros en los que no existiría ningún motivo para tener una atención especial... ¡excepto el cariño enamorado de los cónyuges, siempre vivo y siempre creciente! Teniendo en cuenta, por otro lado, que lo importante es ese fijar la mirada en el otro, dedicarle tiempo y atención, y no necesariamente el valor material de lo que se ofrenda.
En la misma línea, para vivir la plenitud del amor que aquí estamos considerando, resulta imprescindible que los cónyuges sepan encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones posibles, venciendo la pereza inercial que a veces pudiera acosarles. Sin hacer de esto un absoluto, sino a modo de simple sugerencia, una tarde o una noche a la semana dedicada en exclusiva al matrimonio, además de facilitar enormemente la comunicación, constituye uno de los mejores medios para que la vida de familia -y, por tanto, el cariño hacia los hijos- progrese y se consolide, hasta dar frutos sazonados de calidad personal. Por eso, la solicitud y el mimo a la propia pareja debe anteponerse a las obligaciones laborales y sociales y, si valiera la contraposición un tanto paradójica, incluso al cuidado "directo" de los niños... que quedará potenciado por el amor mutuo de sus padres.
Fomentar la atracción
Resulta fácil comprender que es inherente a la virtud de la castidad, en concreto, hacerlo posible para aumentar la atracción, también la estrictamente sexual, a y de nuestro cónyuge.
Es de buen sentido aprovechar el gozo entrañable del abrazo personal e íntimo para resolver pequeñas discrepancias o desavenencias durante el día, poniendo fin a situaciónes tirantes, o para relajar momentos en que la vida profesional o familiar generan especiales tensiones. Por esto, ambos tendrán que prestar atención a su aspecto físico.
Resulta imprescindible, que ambos esposos sepan presentarse y contemplarse, a lo largo de toda su vida, con por lo menos el mismo primor y embeleso de las mejores etapas de novios. De otra manera, dejando que el amor se enfríe, equivale a propiciar al cónyuge, a que busque fuera del hogar el cariño y las atenciones necesita!... y que nunca deben darse por supuestos.
En este horizonte, la mujer debe entender que la fecundidad embellece y que su marido posee la calidad humana para apreciar la gloriosa hermosura derivada de la condición de madre.
Ciertamente, la maternidad reiterada suele "romper las proporciones materiales" que determinados cánones de belleza femenina nos imponen. El menos perspicaz de los maridos, si se encuentra enamorado, advierte lo que esa "desproporción" lleva consigo; vé que su mujer es más hermosa -e incluso sexualmente más atractiva- que un remedo de belleza reducido a "centímetros" y "contornos".
Un varón descubre embelesado en el cuerpo de su mujer, acaso menos vistoso: I) el paso de su propio amor de marido y padre; II) la huella de los hijos que ese cariño ha engendrado ¡Cómo no habría de sentirse cautivado por semejantes enriquecimientos!
Toda mujer entregada -esposa y madre- debe tener la convicción inamovible de que incrementa su hermosura radicalmente humana en la exacta medida en que va haciendo más actual y operativa la donación a su esposo y a sus hijos.
Tú y solo tú
La otra cara de la virtud de la castidad, aparentemente negativa, pero derivada de la misma necesidad de hacer crecer el cariño mutuo, se concreta en la obligación gustosa de evitar todo lo que pudiera enfriar ese amor, aunque fuera por unos minutos. Por tanto, el sentido de esa renuncia es eminentemente positivo. No debería olvidarse este extremo si se quiere comprender Esa afirmación, se constituye en criterio claro y delicadísimo de amor al cónyuge. Para el hombre casado no puede existir otra mujer, en cuanto mujer, más que la suya. Obviamente, ese varón (y lo mismo, simétricamente, se podría afirmar de su esposa) se relacionará con personas del sexo complementario: compañeras de trabajo, secretarias, alumnas, coincidencias en viajes... Y la educación y el respeto le llevará comportarse con ellas con delicadeza y deferencia. Pero a ninguna la tratará en cuanto mujer -poniendo en juego su condición de varón, que ya no le pertenece-, sino en cuanto persona.
Esto, que podría presentarse como exceso, tiene una traducción muy clara y operativa: todo lo que hago con mi mujer, justamente por ser tal, debo evitarlo al precio que fuere con cualquier otra: lo que comparto con ella por ser mi esposa no puedo compartirlo con nadie más.
En este punto es muy fácil ser ingenuos. En principio, y después de años de tratar con nuestra pareja en momentos de alza y de bancarrota, cualquier otra mujer o cualquier otro varón se encuentran en mejores condiciones para presentarnos "intermitentemente" su cara más amable. No nos los encontramos sin arreglar, recién levantados o levantadas, cuando podría incluso decirse que "simplemente no son ellos/as"; ni suelen estar cansados o cansadas, ni tienen que resolver con nosotros problemas planteados por hijos o los inconvenientes de una economía no muy boyante...
Dispuestos casi por instinto y con la más limpia de las intenciones a gustar y caer bien, pueden dar de sí lo mejor que poseen, sin el contrapeso de momentos duros y flaquezas que por fuerza se comparten en el matrimonio. Además, él o ella suelen ser más jóvenes y comprensivos (también, porque no nos conocen a fondo), y, pasajeramente adornados, de manera un tanto artificial, engalanan su figura y su personalidad ante nuestra mirada -en esos momentos no del todo perspicaz-... y que el trato continuado y duradero devolvería a sus auténticas dimensiones.
Para ir terminando, añadiré que es bastante difícil que una mujer distinta de la propia deje de comprender los problemas que sufrimos en nuestro hogar y en nuestro matrimonio y de experimentar, al conocerlos, una sincera compasión. También es improbable -aunque por motivos muy distintos- que un varón deje de entender los de una mujer casada si cede a que se los explique. En los dos casos es menester rechazar de manera educada pero decidida ese tipo de confidencias.
Y todo ello resulta necesario para no enredar la dicha propia y ajena, vendiendo la grandeza profunda de una vida de familia en plenitud, por el embeleso de un momento de satisfacción egocéntrica. El amor nos llevará a eludir esas gratificaciones aparentes, con objeto de robustecer los cimientos de nuestra felicidad en el matrimonio.
Resumido de:
La clave del éxito en el matrimonio
Por Tomás Melendo
http://www.aciprensa.com/Familia/exitomatri.htm
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