domingo, 23 de noviembre de 2008

Cómo Transformar a Tu Hijo En Un Delincuente


Hola amigos:
Emilio Calatayud es Juez en el Tribunal de Menores de Granada. Sus sentencias son comentadas y celebradas. Llegó a mis manos un decálogo que me parece muy instructivo para todos quienes estamos ocupados en la educación de los niños y nuestra función de padres de familia.

DECÁLOGO PARA FORMAR UN DELINCUENTE.

1.- Comience desde su infancia a dar a su hijo todo lo que le pida; así crecerá creyendo que todo el mundo le pertenece.
2.-No se preocupe por su educación ética o espiritual; espere a que llegue a su mayoría de edad para decidir libremente.
3.- Déle todo el dinero que quiera gastar, no vaya a sospechar que para disponer del mismo es necesario trabajar.
4.- No le regañe; podría crearle complejo de culpabilidad.
5.- Cuando diga palabrotas, ríaselas, eso le animará a hacer otras cosas más graciosas.
6.- Recoja todo lo que deje tirado; así se acostumbrará a cargar la responsabilidad sobre los demás.
7.- Déjele leer todo lo que caiga en sus manos; cuide de que sus vasos y sus platos estén esterilizados, pero no cuide de que su mente se llene de basura.
8.- Satisfaga todos sus deseos y apetitos; el sacrificio y la austeridad podrían crearle frustraciones.
9.- Póngase de su parte en cualquier conflicto que tenga con sus profesores y vecinos; piense que todos ellos tienen prejuicios contra su hijo y de verdad quieren fastidiarlo.
10.- Riña con su cónyuge en presencia del niño: así no le dolerá demasiado el día en que la familia quede destrozada para siempre.


Emilio Calatayud


Extraído de "Descargas Espirituales"


Podemos anexar esta historia, común hoy en las realidades familiares, pero, además una realidad social...

Hay un viejo cuento con cuatro personajes:
Todos, Alguien, Cualquiera y Nadie.
Ocurre que había que hacer un trabajo importante, y
Todos sabía que Alguien lo haría.
Cualquiera podría haberlo hecho, pero Nadie lo hizo.
Alguien se enojó cuando se enteró, porque le hubiera correspondido a Todos.
El resultado fue que Todos creía que lo haría Cualquiera, y Nadie se dió cuenta de que Alguien no lo haría.
¿Cómo termina la historia?
Alguien reprochó a Todos porque en realidad Nadie hizo lo que hubiera podido hacer Cualquiera.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Castidad conyugal: "Amor triunfal de dos personas sexuadas"

Hablar de castidad en pleno siglo XXI puede parecer chocante y anacrónico. Tal vez porque, erróneamente, ese término suele aludir a un conjunto de negaciones del todo ajenas al amor, hasta acabar por identificarse con la pura y simple abstención del trato corporal.

Refiriéndola a los casados, y con palabras que recuerdan las antes citadas, la castidad conyugal sería la virtud que hace posible y facilita que a los quince, veinte, veinticinco o muchos más años de matrimonio, cada esposo se encuentre tan enamorado del otro y éste le resulte tan atractivo, en todos los sentidos del término, como aquel día ya lejano en que los dos quedaron recíprocamente prendados; o mejor, porque es más cierto, mucho más amable y arrebatador que entonces, por cuanto el cariño prolongado le ha conducido a descubrir y ahondar en su riqueza personal y en su hermosura más real y certera.

La castidad, por consiguiente, es algo grande, excelso, positivo, que no se limita o resuelve en un conjunto de prohibiciones y que va mucho más allá de los dominios de la mera genitalidad. Su objeto propio, como el de toda virtud, es el amor: En este caso, el amor de dos personas sexuadas -varón y mujer- y justo en cuanto tales. Y su fin, hacer que se despliegue y fructifique ese cariño en todas y cada una de sus dimensiones, no sólo en las directamente relacionadas con el trato corporal ni genital.

Acrecentar el cariño

Se entiende entonces que el principal y más definitivo acto de esta virtud consista en fomentar positivamente, con las mil y una finuras que el ingenio enamorado descubre, el amor hacia el otro cónyuge.

Por eso, para vivirla en toda su grandeza, es oportuno que cada miembro del matrimonio dedique expresamente todos los días unos minutos a decidir aquel o aquellos detalles de cariño y delicadeza con los que dará una alegría al otro y elevará la calidad y la temperatura del amor mutuo; como también que ponga todos los medios a su alcance para que esas manifestaciones de afecto decidido lleguen a cumplirse, teniendo en cuenta que si no se empeña en darles vida es muy posible que el trabajo y las demás ocupaciones las dejen en simple "buena intención".

De manera similar, un marido enamorado tiene que estar dispuesto a repetir muchas veces al día a su esposa, junto con otras manifestaciones de afecto, que la quiere. ¡Claro que ella ya lo sabe! Pero necesita de forma casi perentoria que semejante confirmación gozosa le entre por los oídos muy a menudo: es una delicadeza aparentemente mínima, pero que la reconforta y le da vigor para seguir en la brega, a veces ingrata, de sacar adelante con bríos renovados el hogar y la familia. Y el varón, por su parte, además de agradecer también en muchos casos la declaración paralela de su esposa, necesita pronunciar esas palabras para reforzar, mediante la afirmación expresa y materializada, los quilates de su amor y de su fidelidad.

Además, y por poner otro ejemplo, marido y mujer han de esforzarse asimismo con frecuencia por sorprender a su pareja con algo que ésta no esperaba y que revela su aprecio e interés por ella. No sólo en los días señalados, en los que esas manifestaciones "ya se suponen", sino justo en aquellos otros en los que no existiría ningún motivo para tener una atención especial... ¡excepto el cariño enamorado de los cónyuges, siempre vivo y siempre creciente! Teniendo en cuenta, por otro lado, que lo importante es ese fijar la mirada en el otro, dedicarle tiempo y atención, y no necesariamente el valor material de lo que se ofrenda.

En la misma línea, para vivir la plenitud del amor que aquí estamos considerando, resulta imprescindible que los cónyuges sepan encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones posibles, venciendo la pereza inercial que a veces pudiera acosarles. Sin hacer de esto un absoluto, sino a modo de simple sugerencia, una tarde o una noche a la semana dedicada en exclusiva al matrimonio, además de facilitar enormemente la comunicación, constituye uno de los mejores medios para que la vida de familia -y, por tanto, el cariño hacia los hijos- progrese y se consolide, hasta dar frutos sazonados de calidad personal. Por eso, la solicitud y el mimo a la propia pareja debe anteponerse a las obligaciones laborales y sociales y, si valiera la contraposición un tanto paradójica, incluso al cuidado "directo" de los niños... que quedará potenciado por el amor mutuo de sus padres.

Fomentar la atracción

Resulta fácil comprender que es inherente a la virtud de la castidad, en concreto, hacerlo posible para aumentar la atracción, también la estrictamente sexual, a y de nuestro cónyuge.

Es de buen sentido aprovechar el gozo entrañable del abrazo personal e íntimo para resolver pequeñas discrepancias o desavenencias durante el día, poniendo fin a situaciónes tirantes, o para relajar momentos en que la vida profesional o familiar generan especiales tensiones. Por esto, ambos tendrán que prestar atención a su aspecto físico.

Resulta imprescindible, que ambos esposos sepan presentarse y contemplarse, a lo largo de toda su vida, con por lo menos el mismo primor y embeleso de las mejores etapas de novios. De otra manera, dejando que el amor se enfríe, equivale a propiciar al cónyuge, a que busque fuera del hogar el cariño y las atenciones necesita!... y que nunca deben darse por supuestos.

En este horizonte, la mujer debe entender que la fecundidad embellece y que su marido posee la calidad humana para apreciar la gloriosa hermosura derivada de la condición de madre.

Ciertamente, la maternidad reiterada suele "romper las proporciones materiales" que determinados cánones de belleza femenina nos imponen. El menos perspicaz de los maridos, si se encuentra enamorado, advierte lo que esa "desproporción" lleva consigo; vé que su mujer es más hermosa -e incluso sexualmente más atractiva- que un remedo de belleza reducido a "centímetros" y "contornos".

Un varón descubre embelesado en el cuerpo de su mujer, acaso menos vistoso: I) el paso de su propio amor de marido y padre; II) la huella de los hijos que ese cariño ha engendrado ¡Cómo no habría de sentirse cautivado por semejantes enriquecimientos!

Toda mujer entregada -esposa y madre- debe tener la convicción inamovible de que incrementa su hermosura radicalmente humana en la exacta medida en que va haciendo más actual y operativa la donación a su esposo y a sus hijos.

Tú y solo tú

La otra cara de la virtud de la castidad, aparentemente negativa, pero derivada de la misma necesidad de hacer crecer el cariño mutuo, se concreta en la obligación gustosa de evitar todo lo que pudiera enfriar ese amor, aunque fuera por unos minutos. Por tanto, el sentido de esa renuncia es eminentemente positivo. No debería olvidarse este extremo si se quiere comprender Esa afirmación, se constituye en criterio claro y delicadísimo de amor al cónyuge. Para el hombre casado no puede existir otra mujer, en cuanto mujer, más que la suya. Obviamente, ese varón (y lo mismo, simétricamente, se podría afirmar de su esposa) se relacionará con personas del sexo complementario: compañeras de trabajo, secretarias, alumnas, coincidencias en viajes... Y la educación y el respeto le llevará comportarse con ellas con delicadeza y deferencia. Pero a ninguna la tratará en cuanto mujer -poniendo en juego su condición de varón, que ya no le pertenece-, sino en cuanto persona.

Esto, que podría presentarse como exceso, tiene una traducción muy clara y operativa: todo lo que hago con mi mujer, justamente por ser tal, debo evitarlo al precio que fuere con cualquier otra: lo que comparto con ella por ser mi esposa no puedo compartirlo con nadie más.

En este punto es muy fácil ser ingenuos. En principio, y después de años de tratar con nuestra pareja en momentos de alza y de bancarrota, cualquier otra mujer o cualquier otro varón se encuentran en mejores condiciones para presentarnos "intermitentemente" su cara más amable. No nos los encontramos sin arreglar, recién levantados o levantadas, cuando podría incluso decirse que "simplemente no son ellos/as"; ni suelen estar cansados o cansadas, ni tienen que resolver con nosotros problemas planteados por hijos o los inconvenientes de una economía no muy boyante...

Dispuestos casi por instinto y con la más limpia de las intenciones a gustar y caer bien, pueden dar de sí lo mejor que poseen, sin el contrapeso de momentos duros y flaquezas que por fuerza se comparten en el matrimonio. Además, él o ella suelen ser más jóvenes y comprensivos (también, porque no nos conocen a fondo), y, pasajeramente adornados, de manera un tanto artificial, engalanan su figura y su personalidad ante nuestra mirada -en esos momentos no del todo perspicaz-... y que el trato continuado y duradero devolvería a sus auténticas dimensiones.

Para ir terminando, añadiré que es bastante difícil que una mujer distinta de la propia deje de comprender los problemas que sufrimos en nuestro hogar y en nuestro matrimonio y de experimentar, al conocerlos, una sincera compasión. También es improbable -aunque por motivos muy distintos- que un varón deje de entender los de una mujer casada si cede a que se los explique. En los dos casos es menester rechazar de manera educada pero decidida ese tipo de confidencias.

Y todo ello resulta necesario para no enredar la dicha propia y ajena, vendiendo la grandeza profunda de una vida de familia en plenitud, por el embeleso de un momento de satisfacción egocéntrica. El amor nos llevará a eludir esas gratificaciones aparentes, con objeto de robustecer los cimientos de nuestra felicidad en el matrimonio.

Resumido de:

La clave del éxito en el matrimonio
Por Tomás Melendo

http://www.aciprensa.com/Familia/exitomatri.htm

martes, 4 de noviembre de 2008

Participación en el Desarrollo de la Sociedad



La familia, célula primera y vital de la sociedad


«El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y fundamento de la sociedad humana»; la familia es por ello la «célula primera y vital de la sociedad».

La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma.

Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo su función social.

La vida familiar como experiencia de comunión y participación

La misma experiencia de comunión y participación, que debe caracterizar la vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental aportación a la sociedad.

Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley de la «gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda.

Así la promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor.

De este modo, la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los «valores». En la familia «las distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social».

Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de «evasión» —como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo—, la familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.

Función social y política

La función social de la familia no puede ciertamente reducirse a la acción procreadora y educativa, aunque encuentra en ella su primera e insustituible forma de expresión.

Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas.

La aportación social de la familia tiene su originalidad, que exige se la conozca mejor y se la apoye más decididamente, sobre todo a medida que los hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a todos sus miembros.
En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que en nuestra sociedad asume la hospitalidad, en todas sus formas, desde el abrir la puerta de la propia casa, y más aún la del propio corazón, a las peticiones de los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada familia su casa, como ambiente natural que la conserva y la hace crecer. Sobre todo, la familia cristiana está llamada a escuchar el consejo del Apóstol: «Sed solícitos en la hospitalidad», y por consiguiente en praticar la acogida del hermano necesitado, imitando el ejemplo y compartiendo la caridad de Cristo: «El que diere de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».
La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de intervención política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser «protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia.

La sociedad al servicio de la familia

La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de la misma manera que exige la apertura y la participación de la familia en la sociedad y en su desarrollo, impone también que la sociedad no deje de cumplir su deber fundamental de respetar y promover la familia misma.

Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre. Pero la sociedad, y más específicamente el Estado, deben reconocer que la familia es una «sociedad que goza de un derecho propio y primordial» y por tanto, en sus relaciones con la familia, están gravemente obligados a atenerse al principio de subsidiaridad.

En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe substraer a las familias aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí solas o asociadas libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo más posible la iniciativa responsable de las familias. Las autoridades públicas, convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable e irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a las familias todas aquellas ayudas —económicas, sociales, educativas, políticas, culturales— que necesitan para afrontar de modo humano todas sus responsabilidades.

Carta de los derechos de la familia

El ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo entre la familia y la sociedad choca a menudo, y en medida bastante grave, con la realidad de su separación e incluso de su contraposición.

En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la situación que muchas familias encuentran en diversos países es muy problemática, si no incluso claramente negativa: instituciones y leyes desconocen injustamente los derechos inviolables de la familia y de la misma persona humana, y la sociedad, en vez de ponerse al servicio de la familia, la ataca con violencia en sus valores y en sus exigencias fundamentales. De este modo la familia, que, según los planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de derechos y deberes antes que el Estado y cualquier otra comunidad, es víctima de la sociedad, de los retrasos y lentitudes de sus intervenciones y más aún de sus injusticias notorias.

Derechos de la familia:

a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados para mantenerla;
a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos;
a la intimidad de la vida conyugal y familiar;
a la estabilidad del vínculo y de la institución matrimonial;
a creer y profesar su propia fe, y a difundirla;
a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias;
a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos;
el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna;
el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por medio de asociaciones;
a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y esmeradamente su misión;
a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia;
el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas;
el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida.(112)

Gracia y responsabilidad de la familia cristiana

La función social propia de cada familia compete, por un título nuevo y original, a la familia cristiana, fundada sobre el matrimonio, asumiendo la realidad humana del amor conyugal en todas sus implicaciones, capacita y compromete a los esposos y a los padres cristianos a vivir su vocación de laicos, y por consiguiente a «buscar el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios».

El cometido social y político forma parte de la misión real o de servicio, en la que participan los esposos cristianos en virtud del matrimonio, recibiendo a la vez un mandato al que no pueden sustraerse y una gracia que los sostiene y los anima.

De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales, mediante la «opción preferencial» por los pobres y los marginados. Por eso la familia, avanzando en el seguimiento del Señor mediante un amor especial hacia todos los pobres, debe preocuparse especialmente de los que padecen hambre, de los indigentes, de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los que están sin familia.

Hacia un nuevo orden internacional

Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los diversos problemas sociales, la familia ve que se dilata de una manera totalmente nueva su cometido ante el desarrollo de la sociedad; se trata de cooperar también a establecer un nuevo orden internacional, porque sólo con la solidaridad mundial se pueden afrontar y resolver los enormes y dramáticos problemas de la justicia en el mundo, de la libertad de los pueblos y de la paz de la humanidad.

La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas en la fe y esperanza común y vivificadas por la caridad, constituye una energía interior que origina, difunde y desarrolla justicia, reconciliación, fraternidad y paz entre los hombres. La familia cristiana, como «pequeña Iglesia», está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino.

Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por medio de su acción educadora, es decir, ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado sobre los valores de la verdad, libertad, justicia y amor, bien sea con un compromiso activo y responsable para el crecimiento auténticamente humano de la sociedad y de sus instituciones, bien con el apoyo, de diferentes modos, a las asociaciones dedicadas específicamente a los problemas del orden internacional.

Extraído de "Familiaris Consortio"